Las espadas de Toledo
Al viajero que pasa, aunque sea un día, por la antigua ciudad de Toledo siempre le sorprende la cantidad de tiendas de artesanía que hay por sus calles; y le fascina que la mayoría de esos establecimientos estén dedicados a la venta de cuchillos, tijeras, y especialmente espadas.
Las espadas de Toledo siempre han tenido un aura mítica: imaginamos al típico espadachín o duelista español embozado, presumiendo de lo fiable de su acero toledano; pensamos en los legendarios tercios de Flandes luchando a brazo partido en duras batallas y blandiendo sus espadas forjadas en la ciudad.
¿Qué ha hecho al acero de Toledo algo tan especial, tan demandado y tan legendario? La buena ciudad del Tajo lleva dedicándose a la forja desde hace siglos; de hecho se cuenta que las tropas cartaginesas al mando de Aníbal llevaban entre sus armas las famosas falcatas hispánicas, muchas de ellas fabricadas por herreros celtíberos afincados en lo que sería Toledo.
Pero habría que esperar bastante tiempo para que el acero toledano se hiciera mundialmente conocido. Por supuesto estamos hablando de los años del imperio español, aquel en cuyos dominios “nunca se ponía el sol”. Carlos V ya alababa la calidad de las armas toledanas y raro era el caballero español que no tenía una espada ropera de la ciudad en su haber. Toledo se convertía pues en uno de los grandes centros espaderos de Europa junto a la italiana Milán y la alemana Solingen.
Como sabéis en aquellas épocas la forja era cosa de gremios y los maestros se mostraban muy recelosos a la hora de revelar sus secretos; de ahí que surgieran numerosas leyendas sobre el temple de las espadas de Toledo: se decía que el acero no se enfriaba en agua sino en orina de pelirrojos (por ser el color del pelo de Judas y, por tanto, una garantía de que llevaría a cabo su mortal cometido con eficacia); que la hoja era sometida a un tratamiento con aceites especiales antes de ser enfriada; incluso que los artesanos habían hecho algún trato con el diablo para conseguir la perfección en su obra o que llegaban a enfriar el hierro al rojo vivo atravesando con él a los condenados a muerte.
Lo cierto es que la técnica de forjado y temple podría haber sido mucho más sencilla e ingeniosa: los artesanos se fiarían de su experimentado ojo para detectar diferentes tonalidades del acero candente y se servirían de coplillas, oraciones y canciones para calcular los tiempos de enfriado de las hojas.
Si durante los siglos XV, XVI y XVII las armerías toledanas fueron famosas y sus productos de lo más demandados, durante el siglo XVIII se produjo el declive: las armas de fuego se hacían con el protagonismo en el campo de batalla, haciendo que espadas, dagas y picas se hicieran inútiles. La artesanía toledana corría el riesgo de desaparecer, pero el ilustrado monarca Carlos III -decidido a que la tradición del acero no se perdiera- mandó la construcción de la Fábrica de Armas de Toledo, cuya misión fue preservar el legado de los forjadores.
La Fábrica siguió produciendo armas hasta la década de los 30 del siglo XX, siendo trasladas sus instalaciones a Palencia. Pero para aquella época la ciudad ya era famosa por sus talleres independientes, dedicados a la producción de armas de colección y exposición. Muchas de esas armerías todavía siguen existiendo y el número de talleres dedicados a surtir de armas a escuelas de esgrima así como a productoras de cine y televisión no es nada desdeñable. ¡Seguro que en alguna película de espadachines o fantasía habéis visto muchas espadas de Toledo!
También vosotros, si disponéis de tiempo y dinero podéis haceros una de las legendarias espadas toledanas. Por supuesto no tienen ni punta ni filo y son meros adornos. Pero, ¿qué más da cuando se tiene en las manos el producto de una tradición que hizo grande a un imperio?